En las opresivas noches
del verano
suelen ocurrir cosas curiosas.
En la terraza, habíamos disentido
con ardor inusitado
acerca de algunos poetas
que según mi modesto punto
de vista solo escribieron
poesía cursi.
Casi rayando el alba
me pidió (es decir, me exigió
sin exigirme)
que regrese a la máquina
y le escriba un poema;
presentí el desastre
pero de manera ingenua,
farfullando lugares comunes,
le dije que eso era imposible
porque ella misma era toda poesía.
Con sonrisa triunfal
tiró su frase matadora:
“Entonces… ¿Qué te diferencia de
Gustavo Adolfo?”
y se fue a dormir
junto al retoño.
Lo peor fue
que ni siquiera me dijo
buenas noches.